Conocerse y cambiar
Cierto día Nuestro Señor dijo a Santa Teresa: «Teresa, qué ganas tengo de hablar a muchas almas, pero el mundo hace tanto ruido a su alrededor que no pueden oír mi voz. ¡Ah si se apartaran un poco del clamor del mundo!». Amigo, Dios quiere hablarte, pero a solas y en el silencio de la plegaria. Dile, como los profetas del Antiguo Testamento: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1 Re. 3,9).
Los Apóstoles se dieron cuenta de la necesidad de la oración cuando veían que Jesús se retiraba del contacto con los hombres y se iba a un lugar desierto o a una montaña a orar. Lo hace en los momentos principales de su vida, antes de tomar una decisión importante y comprometida; al comenzar su vida pública se pasa cuarenta días en el desierto haciendo oración y ayunando -conviene que tú en estos días, tal como se te ha indicado en las Instrucciones, también añadas a tus ratos de oración algún sacrificio: haciendo algo que te cueste un poco, comiendo menos de lo más apetitoso, mortificando la vista o la postura. Jesús, no sólo buscaba el silencio y la paz de la oración, sino que invitaba a sus apóstoles a hacer lo mismo: «Venid aparte... y descansad un poco» (Mc. 6,31).
Nada de lo que sucede en el mundo y en tu vida está fuera de la providencia amorosa de Dios. Dios es un Padre que está pendiente de sus hijos. Su mirada amorosa está siempre velando por ti. El está muy interesado en este retiro que estás haciendo en el silencio de tu casa, en el jardín, o en el campo donde estás pasando unos días. Y puesto que El está interesado, te mandará su gracia abundantemente para que la aproveches. Su gracia que es luz -pues permite entrar en el interior de la conciencia y ver allí lo bueno y lo malo-, y que es fuego, que quema las impurezas y los rincones de suciedad que tienes amontonados en tu interior.
La gracia de Dios que te hace conocerte, y que te ayuda a conocer a Dios al mismo tiempo, es un don valiosísimo, un tesoro. Dios está dispuesto a dártela, quiere dártela, pero, para que no hagas un mal uso de ella y la aprecies en lo que vale, te la hará «sudar» un poco, es decir, no te la dará sin que antes la pidas con insistencia.
En el templo de Delfos de la Magna Grecia, había una inscripción en el frontón que decía: «Conócete a ti mismo». Este era para los filósofos el ideal de la sabiduría. No es nada fácil conocerse a uno mismo: porque estamos abocados hacia el exterior, hacia la actividad febril, y porque a todos nos molesta enfrentarnos con los defectos y pecados propios. Desanima mucho dar vueltas a nuestras miserias y errores; pero si lo hacemos al mismo tiempo que consideramos la bondad y paciencia de Dios con nosotros, entonces no nos desanima. Nos llenamos de alegría y confianza en el Señor que nos quiere a pesar de nuestros pecados, precisamente porque los tenemos y quiere ayudarnos a superarlos.
Cada uno tiene un punto más débil en su persona: un defecto que está en la base de sus pecados y que constituye lo que se llama defecto dominante. ¿Cuál puede ser el tuyo? ¿Eres quizá desordenado, perezoso, mentiroso, soberbio? ¿Te preocupas excesivamente de ti mismo y vives de espaldas a los
demás? ¿Te dejas arrastrar por lo cómodo -rehuyes todo esfuerzo- por lo sensible, por lo sensual? Conviene que descubras cuál es tu defecto. Si lo logras, habrás dado un buen paso para vencer en la lucha del alma puesto que tus enemigos te atacan por donde eres más débil: por el defecto dominante.
El sufi Bayazid dice acerca de sí mismo: «De joven yo era un revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: 'Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo'. A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: 'Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos. Con eso me doy por satisfecho'. Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he empezado a comprender lo estúpido que he sido. Mi única oración es la siguiente: 'Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo. Si yo hubiera orado de este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida».
Todo el mundo piensa en cambiar a la humanidad. Casi nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Y cuando intentemos cambiarnos a nosotros mismos y pidamos a Dios gracia para hacerlo...seremos felices.
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