jueves, 4 de noviembre de 2010

EN QUÉ CONSISTE LA FELICIDAD

La felicidad consiste en amar y ser amado

Permitidme primero que os diga en qué no consiste la felicidad. Recuerdo haber leído que el multimillonario Rockefeller, ya viejo, al dar gran parte de su fortuna al gobierno para fines filantrópicos, dijo a un periodista que nunca había sido feliz. Todo el mundo sabe que la prosperidad material no necesariamente significa felicidad, pero en la práctica los hombres parece que no lo recuerden.

La felicidad no consiste ni en el placer, ni en la vida cómoda ni en la ausencia del dolor. Circunstancias extrínsecas como la riqueza, y especialmente la seguridad material, pueden contribuir en gran manera a la felicidad propia, pero la felicidad no está fuera de nosotros, no está en las cosas materiales, sino dentro de nosotros. Consiste sobre todo en nuestra reacción interior a las circunstancias en las que nos encontramos.
Jesús no vio contradicción alguna entre sufrimiento en esta vida y felicidad. El dijo: "Bienaventurados los que lloran..." (Mateo), y en la novena Bienaventuranza El dice: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos" (Mt. 5, 11).


San Lucas en su trascripción del Sermón de la Montaña, emplea palabras similares:"Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis" (S. Lc. 6,21).La experiencia humana también confirma que sufrimiento y felicidad no son necesariamente incompatibles ni se excluyen entre sí. He oído la historia de seis hermanas. La más joven enfermó de polio y quedó parcialmente tullida. La gente decía refiriéndose a ella: "Pobrecita, tan joven y bella y ahora constreñida a una silla de ruedas". Las otras hermanas contrajeron magníficos matrimonios y criaron espléndidas familias. En cierta ocasión, cuando ya habían alcanzado todas ellas los cincuenta o sesenta años, tuvieron la suerte de poder pasar juntas unos días de vacaciones. Charlaron largamente y comparando sus vidas se dieron cuenta de que "la pobrecita, la tullida", había sido la más feliz de todas.

¿En qué consiste, pues, la felicidad?

Amar y ser amado (por algunos, por lo menos) nos hace felices. No estamos hablando de un amor egoísta y calculador, sino del amor que hace airosamente llevaderas las molestias y sufrimientos, con desenvoltura y espontaneidad e incluso a veces con alegría.

En este amor no hay sombra de queja o lamentación, aunque puede existir una franca manifestación de los sentimientos experimentados. Y si a alguno se le dan las gracias por su amor o ayuda, éste puede decir con sinceridad "fue un placer".

Esta clase de amor será seguramente aceptado por los demás, al menos después de cierto tiempo y motivará una respuesta de estimación y amor. Y de esta suerte, amando y siendo amado, se obtendrá normalmente la felicidad. Lo que es cierto en las relaciones humanas, es todavía mas cierto en nuestras relaciones de amor con Dios. En ellas Dios es el primero en amar. Si yo estoy convencido del amor personal de Dios por mí (y todavía mejor, si yo he experimentado este amor), yo seré feliz, tal vez excesivamente feliz y esta convicción es el principal manantial de felicidad interior.

En el próximo capítulo hablaremos de cómo llegar a convencernos del amor que Dios tiene a cada uno de nosotros y cómo amarle a El en correspondencia.

El sufrimiento puede ser hermoso

El amor es la cosa, mejor dicho, la emoción más bella que existe. Pero, como hemos dicho antes, el amor en este mundo, incluso el amor verdadero, con frecuencia lleva una carga de sufrimiento. Pero incluso así, puede ser todavía un manantial de felicidad.

Ello nos lleva a exponer la paradoja de que lo más hermoso, mejor dicho la experiencia más hermosa de este mundo, puede ser el sufrimiento, sufrimiento llevado, naturalmente, con amor. Para los cristianos, la Cruz, la aterradora Cruz, es hermosa porque es el signo y la prueba del amor que Dios nos tiene. Como acabamos de decir, la cosa mas hermosa es el amor.

Pero en este valle de lágrimas el verdadero amor sólo puede ser puesto en evidencia por la disposición a sufrir por los seres amados. En las relaciones humanas el signo inequívoco del amor y la mejor prueba de amor es el sufrimiento llevado con amor. Así, podemos decir que en este mundo el sufrimiento puede ser hermoso en tanto que es una prueba genuina de amor. El sufrimiento, culminando en la muerte, es la mayor prueba de amor. "Un hombre no puede dar mayor prueba de amor que entregar su vida por sus amigos", dice Jesús.

A pesar del terror y la agonía, el martirio y la muerte de los héroes es hermoso porque, con su muerte, ellos proclaman la ley del amor en medio del odio y la violencia que prevalecen en el mundo. Podemos recordar al Padre Maximiliano Kolbe, proclamado Santo por Juan Pablo II. Fue una horrible muerte lenta de sed, hambre y frío, en las celdas de "la muerte por hambre". El se había ofrecido voluntariamente para morir en lugar de otro prisionero condenado que tenía mujer e hijos. ¿No es ello hermoso?

Leyendo relatos históricos y novelas, o viendo películas, en escenas de gran sufrimiento soportado por amor, decimos, tal vez con lágrimas de emoción en los ojos: ¡Qué hermoso! Hay algo peculiar en el mundo actual: en él hay dolor encadenado con el amor.

En el Cielo sólo hay amor sin sufrimiento alguno. En el Infierno sólo hay sufrimiento y no hay amor. En este mundo el sufrimiento puede ser hermoseado por el amor y por lo tanto puede llegar a ser una causa de felicidad.

El ejemplo del amor conyugal

Ama a los otros y hazles felices. Haciéndoles felices tú también serás feliz. Esto se puede aplicar a todas las circunstancias y personas pero más particularmente en la más íntima forma del amor humano. El amor en la vida matrimonial.

Podemos habernos reído con las bromas sobre los matrimonios: "Primero fue una sortija de compromiso, después siguió un anillo de boda... y algún tiempo después fue el sufrimiento". Puede que sea así en muchos matrimonios, pero en las familias felices, en las que existe el verdadero amor mutuo, el sufrimiento, ocasional y aun prolongado que puede presentarse, probablemente provocará un mayor amor y una unión más íntima y como consecuencia una mejor suerte de felicidad.

Hace pocos días, el Magistrado del distrito y su ayudante acamparon en Talasari y visitaron por algún motivo las instalaciones de nuestra Misión. Fueron con talante amistoso y deseosos de conversar. En el pasillo vieron una fotografía en color de gran tamaño que despertó su curiosidad. Era un grupo fotográfico de 25 parejas que habían asistido a un corto curso prematrimonial seguido por un retiro de tres días que yo dirigí.

El Magistrado preguntó: "¿Qué les ha dicho Ud. durante todos estos días?". Yo, bromeando, contesté que les había dicho: "Muchachas, vais a casaros. Magnífico. Ahora bien, si queréis ser felices vosotras sólo tenéis un camino: haced felices a vuestros maridos. Yo os aseguro a todas que si vuestro marido es verdaderamente feliz, vosotras también seréis felices". Y después dije a los novios: "Muchachos, haced felices a vuestras mujeres con amor generoso y atento. De ahora en adelante, solamente si vuestras mujeres son felices vosotros podréis ser felices".

Aquella misma noche me llegó noticia de que el Magistrado y su compañero, hablando de su visita a la Misión, habían estado diciendo que un anciano sacerdote les había explicado cosas maravillosas sobre la vida matrimonial. Y yo sólo les dije lo que he referido. Su laudatoria sorpresa puede ser consecuencia de la frecuente ausencia de la busca de la felicidad en la vida matrimonial. Con frecuencia cada uno de los cónyuges trata de "domesticar" al otro (he oído alguna vez esta expresión), o, cuanto menos, que se adapte a sus deseos egoístas en lugar de intentar hacerle feliz.

Una actitud psicológicamente útil

Un formal deseo de amar a los demás, incluyendo tal vez el deseo de amar a alguien más íntimamente, puede traer a nuestra mente sentimientos de satisfacción y felicidad. El deseo consciente de amar a todos los que nos rodean es un don de Dios por cuya obtención debemos rogar con frecuencia.

Había empezado a escribir este capítulo cuando un muchacho de nuestra residencia, un aborigen alto, de unos quince años, llegó a mi habitación para pedirme consejo. Generalmente, yo termino las entrevistas de este tipo con una pequeña plegaria por el visitante.

En este caso particular, antes de empezar mi oración, le pedí al muchacho que reflexionase un poco y me dijese por qué le gustaría que yo rezase. Le dije: "¿Qué es lo que más deseas?". Después de unos momentos de reflexión me contestó el muchacho: "Lo que más ansío es tener paz espiritual y saber cómo amar a todo el mundo". Sabias palabras. Ellas expresan la actitud que todos debiéramos tener. Y las últimas palabras, "el saber cómo amar a todo el mundo", pueden darnos un programa de vida.

El segundo componente del aforismo "La felicidad consiste en amar y ser amado", necesita unas palabras de advertencia. El deseo de ser estimado y de amar a los demás es sano psicológicamente, pero no se debe ir buscando la estima y el amor por un camino equivocado. Un deseo sano de ser amado por los demás tiene que ser en cierta manera desprendido. Una excesiva preocupación por obtener el aprecio de los demás puede frustrar el propósito.

Especialmente no debemos tratar de manipular o seducir por decirlo así, a los demás para que nos aprecien y quieran. Si uno trata de comprar la estima y el amor de los demás no obtendrá de ellos verdadero amor y tampoco la felicidad.

Nosotros no podemos obtener siempre una correspondencia como quisiéramos a nuestro amor, pero amando verdaderamente a los demás el saber que nuestro amor es, en cierto modo, reconocido, puede resultar sumamente gratificante. Muchos padres tienen la experiencia de esta suerte de amor y reconocimiento de sus hijos. Lo importante, pues, es que nosotros amemos verdaderamente a los demás, con amor generoso y de entrega, y que no nos preocupemos demasiado en conseguir pruebas palpables de correspondencia a nuestro amor.

Los padres, especialmente, harán bien en tener presente esto cuando aguarden el aprecio y amor de sus hijos adultos. También los consortes deben tenerlo presente respecto a sus cónyuges y los amigos con sus amistades.

Años atrás le pregunté a un joven, ya cercano a los treinta, por qué no se había casado. Con voz triste me contestó: "porque no he encontrado la muchacha que me haría feliz". Yo le repliqué: "y temo que no la encontraras nunca. Más bien deberías buscar la muchacha a la que tú pudieras hacer feliz". No me sorprendería que nunca encontrase la muchacha que desea. Y probablemente sea mejor así, porque es un egoísta.

También conozco a un hombre viejo y muy rico que aparentemente tampoco ha encontrado "la muchacha que le haría feliz". A su avanzada edad todavía espera que se casará algún día. Una vez me dijo que le gustaría casarse con una enfermera, porque así podría cuidarle bien. Y añadió, susurrando confidencialmente, que en su testamento había dispuesto que, caso de casarse, su viuda percibiese un legado de un millón (de la moneda del país) por cada año de su vida matrimonial con ella.

¡Es conveniente que no se case nunca! No podéis conseguir por soborno el pasaje hacia el amor y la felicidad.

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